Valladolid ovaciona a sus santos inocentes

Valladolid ovaciona a sus santos inocentes

La obra de teatro “Los santos inocentes”, apoyada en una versión teatral inteligente y en unas solventes actuaciones, conquistó al público del Teatro Calderón 

Ayer en Valladolid se estrenó la primera versión teatral de la novela que supuso el definitivo corte del cordón umbilical de este país con el franquismo. El lugar, privilegiado, el Teatro Calderón. El día, impoluto, Viernes de Dolores. A la entrada se confundía el público, entre el que se encontraba parte de la familia de Delibes, con numerosos jóvenes cofrades vestidos de punta en blanco y portando sus enormes medallas de la virgen en el pecho. Valladolid recibía el estreno engalanada de fe y pendones. No todo es Netflix, no todo son ciudades gentrificadas. La España tradicionalista y de vicaría sigue bien presente. 

La obra convenció a unos espectadores que siguieron las casi dos horas de función en absoluto silencio. La base del montaje radica en una inteligente versión de Fernando Marías y el también director de la obra, Javier Hernández Simón, y en un elenco donde se encuentran actores de reconocida solvencia: Pepa Pedroche que interpreta a Régula, Jacobo Dicenta que encarna al señorito Iván, Javier Gutiérrez que hace las veces de Paco el Bajo, y Luis Bermejo, que se enfrenta al reto de transmutarse en Azarías. A este cuarteto de lujo le acompañan otros cinco actores (Yune Nogeiras, José Fernández, Marta Gómez, Raquel Varela y Fernando Huesca). Todos ellos acompañan y potencian.  

La aventura teatral es arriesgada y de agradecer, más cuando viene de la iniciativa privada. Mover hoy en día un espectáculo con nueve actores y primeras figuras no es sencillo. Además, el reto de este montaje era enorme. Se enfrentaba a estar a la altura de dos de las obras, tanto la novela de Delibes como la película de Mario Camus, que aunaban la dupla sagrada: fueron referente de renovación en cada uno de sus géneros y, al mismo tiempo, tuvieron gran calado en la sociedad española saltando cualquier barrera sociológica. En la novela, experimental a más no poder, Delibes consigue fundiendo la voz del narrador con los diálogos (sin siquiera un guion o una comilla) hacer aflorar el habla del campo. Y en la película, Camus consiguió aunar magistrales trabajos tanto desde la dirección, la luz o la música, como de la actuación: “Cuando, como en este caso, se está ante una película de tal calidad, no hay elemento menor”, diría Diego Galán en su crítica ante el estreno de la película en el Cine Coliseum de Madrid en 1984. Quizá por esto mismo Los santos inocentes ha tenido que esperar cuarenta años para ver la primera versión teatral de un autor que, por otro lado, ha sido llevado al teatro con muchísimo éxito como en Cinco horas con Mario interpretado por Lola Herrera, con presupuestos enormes como en el montaje de La hora roja que dirigió en 1986 Manuel Collado, o por grandes de la escena como José Sacristán que montó recientemente Señora de rojo sobre fondo gris. 

Para acometer este reto la dirección del montaje ha tomado arriesgadas decisiones que se alejan de la película de Camus e incluso, aun con una versión fiel en la letra, del espíritu de la novela. Así, vemos a los actores que interpretan a la gente de campo de una España atrasada, analfabeta y esperemos que ya completamente ida, hablar un español casi neutro. No hay tipismo y si bien extraña al principio esa decisión, al final se agradece. Pero quizá la decisión más llamativa sea cómo se acomete el personaje de Azarías, ese idiota babeante y aniñado que Paco Rabal supo meter en la corteza cerebral de todos. Luis Bermejo, quizá uno de los actores más hábiles e inteligentes de la escena española, lo acomete desde un lado más sobrio, sin que el retraso sea patente. Es increíble la fuerza de este personaje y cómo cala y engancha con el espectador. Cada vez que suena “Milana Bonita” en escena se nota una vibración que recorre todo el teatro. En uno de los pocos juegos escénicos del montaje, Bermejo corre el cárabo por la platea (uno de los momentos más emblemáticos de la novela ya que hombre y naturaleza se unen en libertad en puro contraste con una España irrespirable), un momento en el que se puede sentir el cariño que consigue atraer Bermejo de cada butaca. Javier Gutiérrez, a su vez, tirando de humildad y verdad (quizá no hay otra manera para interpretar a Paco el Bajo), también consigue que el público esté con él, con ese personaje vencido y obediente pero que al mismo tiempo guarda una dignidad que es la de todo un pueblo. Pepa Pedroche acomete una Régula bien diferente, mucho más humana y cercana, unida con un cariño patente a su esposo, un cariño que, si bien aleja ese campo duro y seco de la novela, consigue acercar los personajes al público. Y Dicenta da todo el tipo y redondea a un señorito Iván que quizá es la figura de la obra con más enganche con nuestro presente. Sus modos y su fondo siguen siendo bien reconocibles en la sociedad actual. Cada vez que Dicenta pronuncia la palabra “maricón” en escena, con ese lenguaje cuartelario que se impuso tantos años en este país, otra vibración opuesta al de la Milana atraviesa el teatro. 

Pero si bien el montaje cuenta con actuaciones que ya en el estreno se podía ver que crecerán en la extensa gira que ya hay contratada, el montaje no llega a desbordar. El espacio escénico se reduce a tres elementos, un techo flanqueado por aves, la casa grande al fondo; y unos enseres que se transfiguran en la casa de la humilde familia, o en los árboles desde donde Paco el Bajo maneja el balancín para hacer bailar al palomo y así atraer la caza. Nada más. Se parte de un espacio vacío, lleno de posibilidades para hacer aparecer el campo, para jugar con cambios inverosímiles que nos trasladen a través de una pequeña solución escénica de un lugar a otro. Nada de esto, o bien poco, pasa. La dirección escénica lo apuesta todo a los diálogos, y la sensación de la novela de estar en ese campo español atávico no aparece en escena. En la obra hay escenas que mantienen la fuerza del gran Delibes. Cuando el señorito hace escribir sus nombres a Paco el Bajo y Régula ante sus invitados para demostrar que en España no hay atraso, por ejemplo. O cuando el señorito Iván obliga a Paco el Bajo, muerto de dolor, a andar con una pierna rota tan solo porque quiere utilizarlo como secretario en la próxima cacería. Pero al final, el montaje queda desequilibrado y surge la sensación de una excesiva sucesión de escenas dialogadas.  


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